miércoles, 18 de mayo de 2011

Julia y los otros.

Corría el mes del otoño, las calles se vestían de hojas y el silbido de la noche atormentaba al silencio. Árboles bailaban al compás de la oscuridad. Un barrio tranquilo con perros bravos y habitantes extrañamente normales.
Los días de Julia atravesaban estas calles, plagadas de hojas, perros bravos y vecinos mediocres. Todas las mañanas la misma historia, como una secuencia repetida perfectamente aprendida, Julia practicaba la rutina.
Intentaba hacer café en una tostadora vieja y claro que nunca le salía como esperaba.
El vaivén del colectivo junto con la mezcla de olores siempre le provocaba nauseas, y justo esa mañana no había echado a la cartera las pastillas de menta.
Se bajó unas cuantas cuadras antes, tapándose la boca, como si esa acción fuera a detener el vomito. No había comido nada en dos días y fumó marihuana de viernes a domingo. El lunes su vuelta al trabajo la encontró así como estaba: vomitando en plaza Roca, con las ojeras como anteojos y la cara más pálida que la del joven manos de tijeras.
Llegó al edificio en que trabaja en remisse y al entrar en su oficina se preparó una sopa instantánea de zapallo. Ya comenzaba a sentirse mejor cuando entra su jefe a decirle que le reducían la mitad del sueldo, que tenia dos opciones, aceptarlo y seguir calladita su trabajo o irse a hacer quilombo como sus otros compañeros que habían decidido apostarse en las puertas de la empresa a reclamar por aumento salarial.
Julia eligió quedarse sentadita, sin moverse hasta que su trabajo hubiese sido cumplido con el mejor desempeño. Era la mejor empleada de la oficina y no pensaba dejar de serlo, no podía dejar de ser lo único que sabía ser.
Tenía que cobrar para comprarse ese tapado tan caro pero tan justificado para el apetito de ascenso social.   
Caminó hasta el barcito de la esquina, sacó un cigarrillo con desesperación al cuadrado y se pidió lo mismo de siempre. Se miró las manos, alzó los ojos como si fueran misiles apuntando al origen del bullicio de bombos y gritos. Se cambió de mesa, inclinose hasta casi tocar el suelo con sus manos doblada por el dolor de estómago, que por primera vez le dolía por no poder mirar más allá de ella misma. 

domingo, 15 de mayo de 2011

LA ESPINA


La tenía tan enterrada en la piel, que la mayor parte del tiempo ni la sentía, era esa pus que se retroalimenta hasta volverse inofensiva, pero nunca supuraba. Permanecía allí producto de una perforación profunda, del más común de los accidentes –la más cruel y enfermiza de las intenciones por mi parte- y a la vez el más peligroso de los descuidos. No bastaba con el procedimiento habitual con el que se quita el objeto causante de la infección, pues espinas sí que las hay de todo tipo imaginable.
Era no recordar su existencia hasta el momento de emprender la caminata, de incorporarme rápidamente creyendo que se trataba de algo tan fácil y ordinario. Caminar, simplemente siguiendo hacia adelante, nada más sencillo para cualquiera que esté preparado como es debido y tenga la posibilidad de hacerlo. La operación era sencilla, casi lo mismo que ponerse de pie y balancearse pero con un poco más de esfuerzo y motricidad.  Caminar…espalda recta, brazos al costado como si pesaran más que vivir una vida mediocre –ignorando todo lo que nos rodea-, las piernas separadas y luego proceder a adelantar cada pierna dejando atrás a la otra. Ni siquiera había que pensar cómo hacerlo pero indudablemente no podía. Dicho impedimento no se debía a algún tipo de dificultad psicomotriz, no era nada físico, casi nada.
Esa espina, no la dorsal sino la que había infectado tan profundo que no permitía avanzar. Quise intentar sacarla pero otra vez me quedé en el deseo.
No pude encontrar, por más que quisiera, a la persona indicada para poder curar tan incómoda herida.
Aunque era consciente de que con mucho esfuerzo y trabajo podría removerla y así poder mantener el equilibrio y seguir, esperarte era la más masoquista de las opciones y mi única posibilidad, pues la espina llevaba tu nombre. La pus era tu recuerdo, tu olor en mi cuello cuando te abrazaba y se fundía en mí. La profundidad de la espina clavada eran tus ojos, que me daban muerte con esa mirada de poema que no termina. Y sin embargo esos ojos nunca más quisieron matarme ¿Cómo iban a querer hacerlo si fui yo quien lo arruinó todo hasta la médula?
Y la espina sigue ahí, ya no quiero deshacerme de ella. Como verás es todo lo que conservo de aquellos días y al fin de cuentas ¿quién no anda por ahí cargando una espina encima?  
tuya, P.G.  

sábado, 14 de mayo de 2011

Epílogo

Cinco de la mañana, la ciudad moribunda, un colectivo sin pasajeros ni vagabundos-el vagabundo nunca conforma la categoría de pasajero, no es ninguna otra cosa más que vagabundo en todas partes- y en el último asiento Proserpina espera llegar a su destino.  Sus piernas flacas ya no sienten el frío, los huesos le duelen pero ya no siente dolor, el frío calma todo. Sus ojos negros se pierden en el reflejo oscuro de los vidrios, que de casualidad están limpios. Perdida en el traqueteo del colectivo piensa que fue un día enfermizamente normal, como ayer, como el anterior y como el anterior a ese anterior. El chofer silva un tango medio chamamé mientras se detiene para que suba otro pasajero. Claudio sube con las rodillas entumecidas por la dureza climática de la madrugada, un saco azul viejo y gastado, un flequillo mal cortado y algo parecido a una biblia bajo el brazo.
Se sienta en el tercer asiento, mira como si estuviera perdido y algo nervioso no deja de mover una pierna. Tiritando, junta las manos, se las lleva a la boca dejando un hueco entre mano y mano y se las sopla en su intento de combatir el frío.
El chofer continúa el habitual recorrido a una velocidad de guepardo, frena de golpe, alguien se atraviesa en el medio de la calle y por milímetros no es reventado por el bondi. El conductor baja a corroborar si está bien, Fernando, el tipo en el medio de la calle, absorto en quien sabe qué cosa, se disculpa sutilmente. Sube al colectivo, pide cambio a los únicos dos pasajeros, ninguno ayuda, putea en voz baja y se baja indignado. Camina hacia la estación pateando una lata de cerveza y Proserpina se cuestiona si debió haberse puesto esa ropa o la que dejó en la cómoda cama, en su cómoda casa, donde vivía su cómoda vida.
Esa era Proserpina, la tipa sensible y profunda que se consternaba al ver a la miseria humana pero estaba tan ocupada en sí misma que le bastaba con colaborar con alguna moneda con algún pibe de la calle.
Un viento despeinaba la ciudad, los autos más veloces que de costumbre cortaban el crudo invierno. Proserpina caminaba hacia su casa no casa mirando desde afuera su vida no vida pasando por esa plaza que es tan suya.

Una plaza, un banco con olor a pis de gato de plaza, un arbolito despidiendo savia y hojas flacas, dos viejas, muy distintas entre ellas pero las dos viejas y cansadas.

La conversación entre dos viejas giraba en torno al clima, lo único de lo que siempre hablan los viejos. El tiempo, las nubes, el reuma, el sol, la lluvia, el dolor de huesos, la muerte, los días, las noticias morbosas, la muerte, el tiempo, los nietos, el sol,  la muerte la muerte la muerte.
Proserpina quiso no escuchar pero fue tan inevitable como respirar. Al llegar a su casa, sintió esa congoja de extrañar y después, de años volvió a leer aquellas cartas que escribió por noches y noches, durante tanto tiempo y la realidad le inyectaba una sobredosis de nostalgia. 

martes, 26 de abril de 2011

CARTA 4 podría decirse.


La ventana está abierta y el ruido inunda mi habitación.
El ruido me ayuda a viajar a otros lugares, a otros recuerdos que tan poco me recuerdan al presente. El sueño casi siempre llega tarde y las noches duelen lo suficiente como para escribir. Jugar a abrir el alma, cerrar los ojos, frenar las lágrimas y escribir lo que salga.
La tristeza tiene algo asquerosamente romántico algunas veces y para mí en general es algo importante. Cuando estoy feliz (si es que llego a estarlo) estoy ocupada en sonreír.
Hoy fue un día no mágico, hice lo que tengo que hacer: la tediosa rutina, respirar concientemente cada tanto, cumplir con cada una de mis fastidiosas necesidades fisiológicas y un aburrido etcétera. No salí al jardín, me quede leyendo una novela. Después leí un libro que habla sobre la expropiación a los pueblos originarios desde las “campañas de conquista” se llama algo así como el sometimiento y la incorporación indígena en la Patagonia, no entendí mucho sobre el titulo porque no lo leí (al titulo, abrí directamente el libro y empecé a recorrerlo).
Me preparé un té con sabor a nada, encendí un cigarrillo y caí desvanecida en el sillón con los ojos fijos, desorbitados en la “caja boba”. Una vez mas incursiono en el arte de mirar sin ver…quisiera hacerlo menos pero es tan parte de mi como mi problema de concentración. En fin una explosiva combinación de desinterés por todo e interés por absolutamente nada que no sea querer morirse un rato a ver que pasa.
Quise escribir algunos versos y sangrar un poco de poesía aunque sea un ratito pero no fue posible, entonces me dispuse a escribirte a vos, rompiendo la promesa que en silencio hice alguna vez de volcar magia y profunda sinceridad en las cartas que son tuyas.
La inspiración suele ser un problema para quienes nos entregamos a escribir y para mí es un doble problema. ¿Cómo encuentro la inspiración que nunca tuve? Digamos que estoy en un aprieto pero supongo que le debe pasar a todo aquel que decide escribir cosas importantes. Entiéndase como cosas importantes a aquellas que reflejan la esencia de quien escribe. Es difícil saber de que escribir, generalmente no pienso claramente, solo dejo que las palabras fluyan por si solas así realmente puedo escribir con libertad y aunque suene superfluo, puedo liberarme totalmente y salir y entrar a las palabras una y otra vez. 
Vuelvo a afirmar que es difícil saber de que escribir y más cuando no sabés ni quién sos…a veces creo que tengo que miedo de mi misma, de aquello que oculto ser y no ser al mismo tiempo, miedo de lastimarme evidenciando mi verdadera vulnerabilidad a todo aquel que por un segundo perciba la frialdad de mis ojos como un simple espejo y detrás de ella encuentre un puñado de sonrisas. Hasta pronto.


 Tuya, Proserpina Guerra