Corría el mes del otoño, las calles se vestían de hojas y el silbido de la noche atormentaba al silencio. Árboles bailaban al compás de la oscuridad. Un barrio tranquilo con perros bravos y habitantes extrañamente normales.
Los días de Julia atravesaban estas calles, plagadas de hojas, perros bravos y vecinos mediocres. Todas las mañanas la misma historia, como una secuencia repetida perfectamente aprendida, Julia practicaba la rutina.
Intentaba hacer café en una tostadora vieja y claro que nunca le salía como esperaba.
El vaivén del colectivo junto con la mezcla de olores siempre le provocaba nauseas, y justo esa mañana no había echado a la cartera las pastillas de menta.
Se bajó unas cuantas cuadras antes, tapándose la boca, como si esa acción fuera a detener el vomito. No había comido nada en dos días y fumó marihuana de viernes a domingo. El lunes su vuelta al trabajo la encontró así como estaba: vomitando en plaza Roca, con las ojeras como anteojos y la cara más pálida que la del joven manos de tijeras.
Llegó al edificio en que trabaja en remisse y al entrar en su oficina se preparó una sopa instantánea de zapallo. Ya comenzaba a sentirse mejor cuando entra su jefe a decirle que le reducían la mitad del sueldo, que tenia dos opciones, aceptarlo y seguir calladita su trabajo o irse a hacer quilombo como sus otros compañeros que habían decidido apostarse en las puertas de la empresa a reclamar por aumento salarial.
Julia eligió quedarse sentadita, sin moverse hasta que su trabajo hubiese sido cumplido con el mejor desempeño. Era la mejor empleada de la oficina y no pensaba dejar de serlo, no podía dejar de ser lo único que sabía ser.
Tenía que cobrar para comprarse ese tapado tan caro pero tan justificado para el apetito de ascenso social.
Caminó hasta el barcito de la esquina, sacó un cigarrillo con desesperación al cuadrado y se pidió lo mismo de siempre. Se miró las manos, alzó los ojos como si fueran misiles apuntando al origen del bullicio de bombos y gritos. Se cambió de mesa, inclinose hasta casi tocar el suelo con sus manos doblada por el dolor de estómago, que por primera vez le dolía por no poder mirar más allá de ella misma.